REFLEJOS EN EL OJO DE UN HOMBRE

Nos van a dejar sin historias de amor. De diferentes formas, la frase recorría el Teatro Real durante el estreno de Madama Butterfly. En la puesta en escena de Damiano Micheletto, no hay kimonos ni biombos ni abanicos. No hay exotismo. No hay un galán seductor ni tampoco una mujer enamorada que se enfrenta a todo por su pasión porque no hay pasión, sino sumisión. No hay deseo, sino poder. Madama Butterfly no cuenta la historia de una mujer seducida, sino de una adolescente comprada. Pinkerton no es un aventurero intrépido, sino un elemento de la estructura colonizadora que utiliza su dominio para adquirir un ser humano. El matrimonio temporal que los une sigue siendo empleado en ciertos países, como Irán, para encubrir la prostitución. No hay ninguna contradicción. Son las dos grandes instituciones patriarcales que garantizan a los varones el acceso al cuerpo de las mujeres: una para cada uno y algunas para todos. El amor o la libre elección sólo son disfraces.

Nos van a dejar sin historias de amor. Probablemente, la frase del público recordaba, por ejemplo, la producción de Bárbara Lluch para La sonnambula, de Bellini, donde Amina decidía no descender del tejado donde había probado su fidelidad para abrazarse a Elvino. Casar a Amina sería una putada, comentó la directora en una entrevista. No quiero amor, quiero ser libre, decía otro personaje. Seguro que la frase del público recordaba perfectamente la propuesta controvertida de Miguel del Arco para Rigoletto de las pasadas Navidades. Con excesivos subrayados, la producción quitaba el velo romántico del amor para mostrar la historia de un abuso sexual. El personaje del Duque de Mantua está más cerca del Duque de Feria o Antonio Anglés que de Don Juan. Gilda está enamorada, pero su voluntad se fuerza con un secuestro. Es algo que pasa desapercibido ante nuestros ojos porque, en los cuadros de los museos, aún aparece rapto como eufemismo para violación.

Nos van a dejar sin historias de amor. La clave es el determinante: no es el amor, sino ese amor. Las relaciones personales siempre se dan en estructuras de poder y, cuando estas cambian, las primeras también tienen que evolucionar. Las historias que hemos leído o visto se desarrollaban en ese modelo de relación desigual y, al reproducirlo, lo consolidaban. Es importante cambiar la mirada. En la presentación, la soprano Saioa Hernández (Cio-Cio San) invitaba a ver la historia a través de los ojos ella. No es una historia de amor porque esa percepción es lo que la engaña. Si renunciamos a la mirada masculina, es una tragedia donde el amor es el instrumento de la dominación. Como los personajes trágicos, Cio-Cio San no sabe cómo actuar a partir del segundo acto. Es un personaje desorientado que debe transitar un camino de sufrimiento donde hay preguntas sin respuesta: ¿Qué va a pasar conmigo? ¿Qué debo hacer? No hay una respuesta correcta, algo que hace la tragedia inexplicable a los ojos del siglo XXI.

Breves bellezas muertas

“Érase una vez, una mariposa blanca, que era la reina de todas las mariposas del alba, Se posaba en los jardines, entre las flores más bellas, y le susurraba historias al clavel y a la violeta. Feliz la mariposilla, presumidilla y coqueta, parecía una flor de almendro mecida por brisa fresca… Pero llegó un coleccionista, mañana de primavera, y sobre un jazmín en flor, aprisionó a nuestra reina la clavó con alfileres, entre cartulinas negras, y la llevó a su museo de breves bellezas muertas”. Las bulerías de Lole y Manuel resumen el argumento de la obra. Cio-Cio San es una adolescente de quince años que es ofrecida a Pinkerton, teniente de la marina de Estados Unidos. A finales del XIX, Japón había aceptado a regañadientes abrir sus puertos al comercio occidental para evitar una invasión por la fuerza y, como es habitual en la historia, las mujeres formaron parte del botín. La institución del matrimonio temporal tenía como objeto evitar la promiscuidad y, por tanto, los conflictos sociales entre varones y la proliferación de enfermedades de transmisión sexual.

Como la protagonista de La sonnambula, Cio-Cio San pertenece a esa tradición de las mujeres que sonríen y hablan en voz baja. Han sido educadas en la discreción y el cuidado, ser para otros, un eufemismo de la sumisión. La primera vez que aparece es la imagen de esa joven pura, inocente y frágil. Tiene quince años. Es algo que no acostumbran a reflejar las producciones y no sólo por la edad de las intérpretes. Hay un sesgo de género. Mérmero, el hijo mayor de Medea, suele aparecer como un niño pese a que tiene doce años, la misma edad que Dolores Haze, la Lolita de Nabokov, convertida siempre en adulta. El caso más extremo es Telémaco, a quien las adaptaciones suelen presentar como adolescente pese a que tiene ya veinte años cuando Ulises regresa a Ítaca. Ellas siempre tienen que madurar antes para hacerse cargo de los que no quieren hacerse mayores.

La propuesta de Damiano Micheletto respeta la historia actualizando el escenario. De hecho, es fiel al libreto que sitúa la historia en “el presente”. El espacio escénico de Paolo Fantin nos sitúa en el barrio rojo de una ciudad cualquiera del extremo oriente: luces de neón, grandes carteles publicitarios de comida rápida y mujeres en venta, y mucha luz para recibir a los turistas sexuales. Ese es nuestro presente. Como en Rigoletto, la obra no permite hacerse la más mínima ilusión. La indiferencia es complicada y también es difícil entregarse al mero placer estético de una música maravillosa. Cio-Cio San vive en una caja transparente, siempre a la vista de todos, que recuerda a los Peep Show o a los escaparates de Ámsterdam. No hay derecho a la intimidad. No hay secreto. No hay misterio. Todo visible. Todo pornográfico.

Pinkerton, con un aspecto que recuerda mucho a Donald Trump, llega en un coche exhibiendo el dinero que le proporcionará el poder sobre los cuerpos. Para él, Cio-Cio San es un trofeo que ha comprado por 100 yenes y al que incluso ha cambiado el nombre. “Siento un gran furor por alcanzarla, aunque ello me cueste quebrarle las alas”, dice. Son eufemismos de la sexualización que, como explica la filósofa Celia Amorós, convierte a todas las mujeres en “las idénticas”, reflejos en el ojo de un hombre. En el dúo previo con el cónsul, Pinkerton brinda por su verdadera boda con una auténtica esposa americana. Todo es falso desde el inicio.

La tragedia de Cio-Cio San es su creencia en el amor. Quizá, es su estrategia disociativa para olvidar que ha sido convertida en mercancía. Necesita creer para olvidar la cosificación. Por eso, se entrega, deja de ser, cambia de nombre y de lengua. Se convierte al cristianismo y es rechazada por su familia. Como todos los consumidores de prostitución, Pinkerton también precisa de esa disociación. La puta enamorada es un mito clásico de las historias masculinas, al igual que la referencia a la excitación femenina incontrolable en las narraciones pornográficas. Salvo que uno sea un poco sociópata, hay que creer un poco en el deseo del otro. Es necesario pensar que existe una relación más allá del dinero para alimentar la masculinidad y, sobre todo, seguir teniendo un buen concepto de sí mismo.

El personaje de Cio-Cio San crece durante la ausencia de Pinkerton. La tragedia está en el conflicto entre lo que el personaje cree y lo que sabemos; Todo lo que la rodea es cinismo. No hay un personaje que se salve. La dramaturgia de Micheletto no subraya. Pinkerton es un cobarde que no quiere dar la cara cuando regresa a Japón ya casado con una americana, pero no es un monstruo. Es un personaje normal en la estructura ideológica en la que vive. Tampoco lo es Goro, el casamentero/proxeneta que mira por su interés, ni el cónsul Sharpless, que deja hacer a Pinkerton, ni Kate, la esposa americana, encantada de comprar al niño de Cio-Cio San. Siguiendo los pasos de Edipo, a medida que ella comprende la verdad, la protagonista se siente fuera de ese mundo, no quiere volver a divertir y complacer a los hombres, y el final trágico se hace inevitable. Como explica la antropóloga Nicole Loraux, si la mujer es libre en la tragedia, dicha libertad sólo se ve realizada en la muerte.

Una música demasiado hermosa

La capacidad de Puccini para remover las tripas lo habría convertido hoy en un productor de temazos. Madama Butterfly fue su sexta ópera. Ya había estrenado Tosca o La Bohème, lo que le había proporcionado éxitos y enemigos. Pisaba argumentos a otros compositores, los engañaba sobre sus proyectos y, además, era muy popular. Y un disfrutón, cosa que siempre cabrea. A pesar de tener un gran reparto, el estreno de Madama Butterfly en 1904, en La Scala de Milán, fue un fracaso. Esto ya lo hemos oído, se gritaba. La leyenda dice que fue una clá enviada por uno de sus enemigos; pero, incluso si fue así, Puccini, tremendo perfeccionista, entendió el mensaje, retiró la obra y, como se hace ahora con las películas, la metió la sala de montaje. Tres meses más tarde, tuvo un éxito arrollador en Brescia. Pero siguió trabajando. Eliminó partes, cambió el orden de algunos compases y metió nuevos fragmentos. La tercera versión se estrenó en el Covent Garden en 1905. Aún no funcionaba del todo. Para la cuarta, estrenada en París, quitó 180 compases. La quinta, la definitiva, se estrenó en 1907 en Nueva York.

“Es una música demasiado hermosa para la historia que cuenta”, señaló en la presentación el director musical Nicola Luisotti. El director italiano también estuvo al frente del Rigoletto de Miguel del Arco, compensando desde el foso la dureza del escenario. Luisotti conoce perfectamente la obra y la música evolucionó con la historia. Sonó más potente tras el entreacto, como si quisiera arropar la tragedia, donde también creció Saioa Hernández (Cio-Cio-San). La soprano madrileña, que brilló en la Medea con la que se inauguró la temporada, emocionó en la escena de la muerte y, en general, cuando la evolución dramática de la obra le permitía quitarse el carácter infantil que la producción le ha querido dar a su personaje para subrayar su edad. Es algo que no termina de funcionar. Pone distancia en la actuación. La soprano lo suplió con un derroche de voz que tuvo el premio de una gran ovación final.

Escenográficamente, el cubo donde vive Cio-Cio-San es un acierto. Sin embargo, da la sensación de que dificulta un poco la acústica y ojalá el Un bel dì, vedremo se hubiera cantado en el techo, como el gran dúo de amor del primer acto, que la producción subraya su carácter falso separando a los dos personajes. Matthew Polenzani (F.B. Pinkerton) construyó bien su personaje, que pasa de la fanfarronería del primer acto a la cobardía del tercero. Sólido vocalmente, pero sin apabullar. Sí brillaron Suzuki: la mezzo italiana Silvia Beltrami (Suzuki) y, sobre todo el barítono Lucas Meachem (Sharpless). Incontestable desde el inicio. Mikeldi Atxalandabaso (Goro) tuvo su acostumbrado gran nivel vocal y de actuación, y ojalá un papel más protagónico para el tenor vasco. El coro a boca cerrada con el que se cierra el segundo acto fue, tras el final, el momento más emocionante de la obra.

El sector conservador del Real volvió a abuchear a la dirección de escena, como en el caso de Turandot (Robert Wilson) o Rigoletto (Miguel del Arco). Los títulos famosos tienen un problema. Hay un tipo de espectador que quiere ver la obra que ya ha visto y disfrutar sólo de la música que ya conoce sin que la historia le interpele. Desde sus inicios, el teatro plantea preguntas y no da respuestas. Por eso, nació en una ciudad y no en una corte. Las obras tienen que volver a contarse para estar vivas. Nos tienen que preguntar. Es importante quitar el velo del amor a estas historias basadas en el poder y el abuso porque tenemos que reformular nuestras relaciones fuera de esas estructuras de poder.  Nos tenemos que quedar sin historias de amor para poder amar.

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