EL ACTO FUNDACIONAL

“La revolución es un sueño eterno”, de Andrés Rivera, es un libro que impacta, sin piedad, desde la primera página. Castelli, el orador de la revolución, con cáncer de lengua, escribe. Escribe la escena primitiva de la Patria. Belgrano, Saavedra, Paso, Moreno y él reunidos en el Cabildo jurando hacer la revolución a matar o morir. French y Beruti, que no eran agentes de merchandising sino que habían juntado seiscientos hombres armados con pistolas y cuchillos para resistir el ataque español si lo hubiera. El fusilamiento del Liniers contrarrevolucionario. Cómo echaron a los españoles que abusaban, mataban, violaban y se llevaban las riquezas.

Pero la revolución es un sueño eterno porque desde la primera hora hubo quienes se opusieron para no perder sus prebendas. Hace unos años un canalla habló de la supuesta angustia de estos hombres por separarse de su querido rey. Hoy otro apuesta a la disolución nacional. Lo terriblemente angustiante para esos hombres, y para cualquier argentino con sangre en las venas, era seguir en manos de esas aves de rapiña.

Castelli fue enjuiciado luego de la derrota de Huaqui. Fue un juicio preparado para declararlo culpable y anularlo. No muy diferente de las farsas judiciales de hoy en día. Tal vez no quede otra chance, para avanzar un paso, que volver a pasar por la escena fundante.

Muchos años después Nicolás Rodríguez Peña escribiría en una carta: “Castelli no era feroz ni cruel. Castelli obraba así porque así estábamos comprometidos a obrar todos. Cualquier otro, debiéndole a la patria lo que nos habíamos comprometido a darle, habría obrado como él [...] Repróchennos ustedes que no han pasado por las mismas necesidades ni han tenido que obrar en el mismo terreno. Que fuimos crueles ¡vaya con el cargo! Mientras tanto, ahí tienen ustedes una patria que no está ya en el compromiso de serlo. La salvamos como creímos que había que salvarla. ¿Había otros medios? Así sería; nosotros no los vimos ni creímos que con otros medios fuéramos capaces de hacer lo que hicimos [...] Arrójennos la culpa a la cara y gocen los resultados... nosotros seremos los culpables, sean ustedes los hombres libres”.

El acto fundacional, como ya lo vio Freud en “Tótem y tabú”, no puede no ser criminal. El pasaje al acto asesino y el banquete totémico para incorporar el símbolo requieren cierta dosis de crueldad. Crueldad necesaria y, hasta cierto punto, traicionera, para rechazar aquello que se ha vuelto insoportable. El acto fundacional también inaugura la culpa por haber vaciado a ese Otro antecesor. Es de ese vaciamiento del Otro de lo que el asesinato e incorporación canibalística hacen metáfora. Metáfora que no siempre evita el pasaje por las armas como sucedió en la Revolución de Mayo. Que se simbolice un real o no, hace la diferencia entre incorporar el símbolo o quedar fijado en la crueldad canibalística.

Es ese pasaje al acto fundante o refundante el que el sujeto deberá realizar cada vez que quiera avanzar en la vida. Ya que no se avanza en línea recta. La lógica inevitable de la repetición lleva a tener que volver a pasar por los lugares fundacionales. Dichas repeticiones irán trazando rasgos distintivos en la medida en que el sujeto logre inventar algo en cada pasaje. Para ello tendrá que estar dispuesto a pagar el costo de su realización, costo que implica la pérdida de una porción de goce, lo que posibilitará la invención de una modalidad nueva (plus de gozar).

Este crimen estructurante está en oposición al crimen canalla, ese llevado a cabo por quienes pretenden asegurarse un lugarcito en la coyuntura a cambio de una dádiva y cuyo sacrificio subjetivo es directamente proporcional al sostén de algún tipo de garantía de su accionar. Esos cipayos, ya sean del padre, del jefe, del imperio o del capital sólo pretenden que el costo lo paguen otros.

Alejandro del Carril es psicoanalista. Autor de “Psicoanálisis en la locura de la razón capitalista” (Planeta).

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