AMOR ANIMAL

Hace un par de años murió Conti, entrañable personaje del verano sanclementino. Nunca supe su nombre de pila y tenía un comercio en Constitución, en Balvanera o en alguno de los barrios tradicionales del sur porteño, pero de enero a marzo se instalaba a orillas del mar con su silla, su pipa y su resistencia al sol. Había sido bañero (cuando todavía no se usaba el neologismo guardavidas) y los nadadores no inclinados a ahogarnos gozábamos de su consideración (a los que no nadaban no le dirigía la palabra) y así nos obsequiaba con el relato de sus hazañas. Todas inventadas, porque Conti era un mitómano como no he conocido otro, salvo algún político y al pelado Mouriño, también fallecido, quien supo ser el encargado de la hemeroteca de matemática en Ciencias Exactas. Conti solía contar cómo había derrotado a una patota de peligrosos delincuentes juveniles en las noches del sur o sus viajes a la Antártida, pero había un tema que lo obsesionaba particularmente y tenía que ver con los animales. No es que los amara en general (los perros, por ejemplo, lo dejaban indiferente), pero le gustaban las historias sobre bestias voluminosas capaces de matar seres humanos. Tenía un repertorio bastante variado sobre tiburones que engullían gente en distintas partes del mundo, en particular, en la costa a-tlántica, donde afirmaba haberse enfrentarse con alguno, y se mantenía actualizado en la materia. Pero su historia favorita era la de los devoradores de hombres de Tsavo, un par de leones que hacia 1900 acostumbraban devorar a los trabajadores de la India que tendían las vías de un ferrocarril inglés en Kenia. Los bichos, según parece, no mataban por hambre sino por placer y aún se discute cuántas fueron sus víctimas. Conti sostenía la versión de máxima que habla de más de trescientas y se apoyaba en las películas y los libros inspirados por la carnicería (era además un gran lector de libros de aventuras).

Me reencontré con los leones de Tsavo en Desubicados, un libro de María Sonia Cristoff que acaba de editar Vinilo, dedicado a la relación de la autora con los animales y los zoológicos, además de otros asuntos, como el problema de que a sus vecinos les daba por tener sexo todos los días a las tres de la mañana. En el asunto de los leones, Cristoff no apuesta tan alto como Conti y habla de ciento cincuenta muertos, aunque las investigaciones actuales llevan la cifra a menos de treinta. Tampoco es cuestión de acusar de mitómana a Cristoff pero, en cambio, le cabe perfectamente el calificativo de malhumorada. En ese rubro, puede competir con titanes de la mala onda como Mario Levrero o V. S. Naipaul. Es uno de los rasgos que hacen divertidísimo el libro. Los momentos más desopilantes acaso sean aquellos en los que la narradora llora a mares porque, como periodista dedicada al turismo, se la pasa recorriendo el mundo en hoteles de lujo con todo pago o porque no sabe si mudarse a Entre Ríos mientras la relación con su pareja se extingue y la acústica del departamento sigue despertándola a deshoras. Cristoff odia a casi todo el mundo (especialmente niños, taxistas y burócratas), disfruta haciéndolo y contagia a los lectores su misantropía. Pero, como a Conti, las fieras le provocan una singular ternura. En particular los hipopótamos, que no son tan buenos como se piensa.

2024-06-16T04:29:17Z dg43tfdfdgfd