EL ESCRITOR A LA SALIDA

Es extraño cómo surge la idea de un libro y cómo se desenvuelve, cómo se agiganta, se ramifica, avanza y retrocede. No me refiero a la escritura, sino a la idea, que ataca en momentos impredecibles, haciendo que uno se obsesione y mantenga la obsesión (“y pase de largo ante las ventanas abiertas”, concluiría John Irving). Puede dispararla una mera frase, o la lectura de un titular o de un artículo en un diario, caminando o durmiendo, haciendo el café o tratando de lograr un nudo digno en la corbata. Cuando estoy aburrido y el tiempo me sobra busco en la web diarios suecos o finlandeses y leo tratando de imaginar lo que dicen. Las historias que surgen de ese malentendido por lo general son horrendas, pero me inquieta pensar en cuánto me alejé de la realidad, cuán lejos llegué. Nunca recurro a la tradu-cción automática de esos artículos, no quiero saber lo que dicen. Se trata de un entretenimiento y nada más, de allí no surge jamás una idea que valga la pena ser escrita, y si acaso surge, trato de olvidarla, porque obsesionarse con ella significaría sumergirme en una tarea para la que no siempre dispongo del oxígeno requerido. Las historias no bastan, eso no es nuevo, uno debería encontrar un modo nuevo de contarlas, y eso no aparece leyendo equívocamente noticias en una lengua de la que no entiende ni una palabra. La forma implica algo que no tiene tanto que ver con la imaginación, sino con un estar en el mundo, o mejor dicho con un modo en que se quiere ser percibido por el mundo. Por eso me llaman la atención esos escritores que encuentran un tema en las propias vivencias. No hablo del que pasa una temporada entre los indios yanonamis de Venezuela, lo que supone que al regreso tenga algo interesante que contar, sino al que cree que de cualquier experiencia banal puede surgir un libro, como si el resto del planeta tuviera necesidad de ellos. Incluso escribir sobre las propias vivencias banales no tendría nada de extraño, si no fuera porque además ese sujeto cree que ese libro merece ser publicado y leído.

Georges Perec escribió un pequeño libro, Tentativa de agotar un lugar parisino, inventariando todo lo que veía pasar ante sus ojos desde la ventana de un bar. Se dirá que la experiencia es banal, pero en realidad no lo es, porque el modo elegido para mostrar ese espectáculo era nuevo, o si se quiere “nunca antes visto”. Contar un hecho banal de manera banal es una banalidad al cuadrado, la reina de las banalidades, y algo semejante ni siquiera debería merecer la atención del que se dispone a escribirla. Y sin embargo hay libros así, libros que no puedo leer, porque encuentro en ellos menos imaginación que leyendo noticias en una lengua que desconozco.

Los escritores no existen. Uno es escritor solo cuando escribe, y cada vez puede ser la última. De ese modo se llega al punto en que todo parece brillar (pero solo parece): hace falta tener una idea no banal, o un modo no banal de contar una banalidad para sentarse a escribir un libro, pero dedicarle una prosa banal a un tema banal es inaceptable.  Inaceptable es un adjetivo demasiado suave: es inmoral.

Ahí es donde interviene el juez, que no es el crítico, que ya no existe, sino el editor. El editor es el último eslabón de la cadena, porque el lector no dice nunca “no” de una manera convincente, como en el pasado lo hacían los reseñistas literarios. El lector compra un libro o lo recibe de regalo, intenta leerlo y llega al final o lo abandona, pero luego no toma represalias, no espera al escritor a la salida. La labor del crítico en una época fue fundamental, porque permitió que muchos que se lanzaban a la aventura de escribir renunciaran al juego, se dedicaran a otra cosa. Era una tarea alta, y ni que hablar de aquéllos, como Camus frente a Merleau-Ponty, que cuando tenían a tiro al escritor al que habían sufrido leyendo sus cretinadas, sin mediar una palabra, le propinaban una trompada. ¡Qué tiempos aquellos...!

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