EL MISTERIO DE DIOS Y DE LA FINITUD

Para el filósofo y dramaturgo Gabriel Marcel, estamos “encarnados” en la existencia finita. Transitamos por la vida como si fuese un drama teatral, donde todo se inicia al correrse el telón y culmina en el desenlace fatal. Viajamos por la vida como si estuviésemos sobre un escenario. En ese lapso tratamos de encontrar al ser. Empero, este estará velado en tanto no nos abramos al misterio de la presencia del otro. El ser se asoma únicamente “entre” el yo y el tú. En ese “entre” está Dios. Porque en dicho espacio singular aparece el espíritu y eso es indescifrable. Cómo comunicar esto. Cómo transferir lo inefable. La filosofía, a veces, es un recurso limitado; la vía del arte, quizá, pueda dar mejores frutos.

Es complejo sistematizar las ideas de Marcel sin acudir a sus Diarios metafísicos y sin seguir la lógica de sus personajes de ficción. Pero hay un punto coyuntural: su infancia estuvo signada por la pérdida de su madre. Eso lo marcó indeleblemente. Quiso siempre retenerla, rememorarla, pero los recuerdos se esfumaban. Su ausencia la asumió como lo inescrutable. Tenía solo cuatro años. ¿Cómo retener al otro cuando desaparece? ¿Cómo es posible que alguien que está con nosotros de repente no esté más? ¿Dónde fue su ser? Es entonces que su filosofía sea una resistencia a la desintegración del ser querido. Es un intento de derrotar a la tiranía de la finitud. Expresó: “La muerte no es aniquilamiento, sino ausencia (…), es la destrucción de una comunicación”. Descubre de esta manera el secreto de la retención, de esa cadena que trasciende al óbito y logra vencerlo: la fidelidad.

La fidelidad es la victoria sobre el tiempo, anula todo devenir, petrifica el presente de la falta en el misterio de mi estar. Ser fiel es amar. Es comprometerse con el futuro. Es una cita. Allí estaré, esperando al amado invisible, porque esa espera extrañamente me cementa al otro. Aunque todo compromiso asume un riesgo. El riesgo del incumplimiento. Sin embargo, el apego a lo ausente y, por defecto, a Dios requiere de una lealtad definitiva y así mi silueta indeclinable abrirá la presencia sigilosa del otro, y por supuesto, del Absoluto. Expresa: “El amado está por encima de todo juicio, de cualquier posibilidad de verificación, está más allá de todo atributo. No te amo por lo que tienes, sino porque eres tú. La base es la fidelidad creadora que sabe descubrir siempre el mejor tú de la persona amada. Por eso lo que siento no envejece, nunca muere, no empobrece ni crea decepción. Amar a un ser, por el contrario, es poder decir: ‘Al menos tú no morirás’. Es decirle: ‘Tú no eres una cosa, eres una persona, y por ello tienes la exigencia de la inmortalidad’”.

Aquí se abre el espectro para pensar el existencialismo marceliano, que propone la diferencia entre tener y ser. Cuando el ser amado suspira a mi lado está conmigo, cuando ha desaparecido pasa de estar conmigo para ser en mí. El espíritu de su estar en la ausencia es ese enigma que no suelta al deudo. Ese misterio se da en el “entre”, en verificar la realidad de lo invisible. ¿Dónde emerge el espíritu? En el arcano de lo vaporoso. Es un estado de la conciencia. Cuando un botánico examina una flor, está en una postura donde posee, razona, problematiza. Pero cuando la flor surge a los sentidos solo por su belleza, eso que llamamos bello es lo sutil que se da imperceptiblemente entre el que observa y lo observado.

Aunque su pensamiento parezca demasiado espiritualista, no debemos engañarnos, su filosofía es en realidad concreta. Ve el cuerpo como la manifestación en el mundo del ser, pues es la prolongación situada de un “objeto ontológico”. A partir de allí piensa las relaciones intersubjetivas. Pero mi cuerpo no es un instrumento, es el ser mismo. Yo soy mi cuerpo y existo en tanto manifestado. Por consiguiente, la encarnación es el dato central de su metafísica. Un edificio teórico que rechaza el mote de “existencialismo cristiano”, pero sin duda opuesto al ateísmo sartreano donde, para Marcel, “el infierno no son los demás”. Porque no hay existencia posible sin la convivencia. A través del cuerpo (para lo cual coincide con Maurice Merleau-Ponty) se realiza el alma en fidelidad con el otro y recupera el misterio del ser; no obstante, el ser no es una cosa, no es realización, sino el ser es proyecto con. “Ser humano” –decía Xavier Zubiri– es “estar en el medio”, se es hombre en tanto se está constantemente “trascendiéndose”.

El estado del deceso y la presencia de Dios se conjugan enigmáticamente en Marcel. Si lo recóndito está en los vínculos, tanto con los vivos como con los muertos, lo opaco de lo religioso se da entre mi encarnación en tanto participa con el Tú Absoluto. Aquí se inmerge en el ámbito de lo sagrado.

Dios no debe ser convertido en realidad teísta, ya que es inverificable y no es más que una exigencia suprema de mi alma. Si hacemos de él una dificultad filosófica, teológica o existencial, termina no siendo. Por ello su crítica al tomismo y a las pruebas de la existencia divina. Menos aún puede probarse porque toda idea que uno se forme de él no es más que una expresión abstracta, un intelectualismo, un problema, y problematizar a Dios es el paso seguro para nunca hallarlo.

La revelación solo aparece cuando asumimos que es un misterio y eso restaura su lugar en el cosmos. En crítica a los teólogos, dice que “Dios es una hipótesis imposible”. Entonces no existe como objeto, como un Motor primero que produce causas y efectos. Pero tampoco lo arroja al campo de lo incognoscible, sino que es alguien para nosotros, es persona, aunque en figura velada. A pesar de que no lo veo está aquí, entre mi yo y el otro. Surge ahí en el “entre” del yo encarnado con ese Tú Absoluto. De allí que, en medio de la vivencia de la fidelidad, tanto Dios como los seres queridos que descansan en la muerte se tornan en estancias mistéricas donde podemos seguir amándolos en la integridad de la existencia.

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