EL QUE FUE A CENAR

En La Fanfarlo, una nouvelle de Baudelaire, una célebre bailarina parisiense disfruta intensamente de los placeres de la vida, en particular, los de la mesa. En los banquetes que les ofrece a sus amantes se usan todos los condimentos del planeta, están prohibidos los sabores insulsos y las carnes que no sangran. En cuanto a los vinos, dice el narrador que “los burdeos más célebres y más perfumados cedían el paso al batallón lento y apretado de los borgoñas, de los vinos de Auvergne, de Anjou y del Mediodía y de los vinos extranjeros, alemanes, griegos y españoles.” A la Fanfarlo le gustaba experimentar, no se conformaba con lo que respondía al punto de vista establecido.

Ese pasaje me hizo pensar que, salvando las distancias en el tiempo, el espacio y el presupuesto, los gustos de la Fanfarlo se parecían a los míos, no en el sentido específico de cada vino mencionado, sino por la afición a la variedad, incluyendo lo silvestre o lo salvaje, más que a la monotonía de lo que se tiene por correcto y refinado. Hace muchos años, cuando de vinos entendía todavía menos que ahora, un amigo me invitó a comer en Londres a un restaurante griego, donde tomamos el vino local que suele llamarse Retsina y tiene un sabor ligeramente agrio. Después de probarlo, me permití decir entonces que yo solo tomaba vinos que se parecieran a los franceses. Hay muchas maneras de ser un tonto y yo había descubierto una.

Con el tiempo, me convertí a lo que puede considerarse el esnobismo opuesto, el del que disfruta exclusivamente de aquello que nunca ha probado y está siempre pensando en la novedad, en lo que es interesante por distinto. Me ayuda para eso (no tendría acceso de otra manera) haber conocido a Musu, el mago de la cueva de Caballito, con su inagotable stock de vinos de las cepas, las regiones y los modos de elaboración más diversos y más apartados de esos malbec oscuros y densos, estacionados en barricas de roble y que tanto se parecen entre sí. Una ventaja de comprarle a Musu esos vinos de pequeños productores, es que las raras veces que recibo visitas puedo ofrecerles algo que seguramente, no tomaron nunca (ni yo tampoco), por lo cual nos dedicamos a descubrir, evaluar y jugar a los catadores, algo que los invitados suelen apreciar.

Pero Musu suele advertirme que esos vinos que me gusta probar y convidar se apartan de la media y pueden provocar rechazo. Nunca le hice caso y siempre me fue bien con la periferia hasta hace unos días, cuando un amigo a quien no veía desde antes de que ambos tomáramos vino, me invitó a cenar. Se me ocurrió llevarle una de las productos más extremos que Musu me había vendido, un vino ligero de los parrales del este de Mendoza que mezcla uvas blancas y tintas. Acostumbrado a lo que él llamaba “buen vino” se negó a tomar de una botella con tapa a rosca un líquido de color más bien claro. Ni la cita de Baudelaire sirvió para convencerlo. Desconcertado y un tanto frustrado por la experiencia, se la comenté a Musu, quien no solo adivinó qué vino habíamos terminado tomando sino que me explicó que una persona exitosa en su actividad (era el caso) rara vez se aparta de sus gustos sobre vinos, sobre todo cuando le parecen de un segmento inferior al que suele consumir. Creo que puede haber una moraleja en esta historia, pero se me escapa.

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