INTERPóSITAS PERSONAS

Desde que tengo memoria (aunque ya no tengo), rechazo como lector algo que considero un vicio de escritor, que es el empleo del protagonista como álter ego que el autor usa para proyectar una imagen interesante, conveniente, atractiva, fascinante. En mi recuerdo de lecturas, creo que ese vicio, que también podría tenerse por un rasgo, proviene (ahora que no recuerdo casi nada del autor cuyo ejemplo paso a dar a continuación) de Cortázar, que en Rayuela, 62 Modelo para armar, y en otras novelas posteriores cuya impresión se disipó entre los cajoneros olvidados de mi cerebro, tenía a su Olivera o sus Calac y Polanco como arquetipos o modelos contemporáneos del argentino de clase media cínico, inteligente y al que no se le escapa una porque ya está de vuelta de todo aunque cada tanto se permita alguna emoción, no sea cosa, che.

En algún momento, y en relación a este asunto, mencioné a tres escritores argentinos cuyas obras aprecio o aprecié en mayor o menor medida (no importan ahora las oscilaciones en el termómetro de la estima), y que en mi opinión habían surfeado en las estelas de aquella oleada cortazariana. Se trataba de Piglia, Saer y Martini. De Piglia, me fastidiaba ese resto no digerido de policial negro norteamericano que servía para que su álter ego Renzi se hiciera el macho duro y seco y armara tríos con pelirrojas ardientes (“¿quién ha visto una pelirroja en Argentina?”. Objeción de poca monta); en Saer me crispaban los nervios y me llevaron a abandonar sus libros esos personajes de intelectuales rosarinos con pretensiones de superior inteligencia que, en pleno abuso del sobreentendido, como si el modo oblicuo de hablar de todo les permitiera colocarse por encima aunque la tragedia les tocara de frente o de refilón: aquello no me parecía el ejercicio de una forma del pudor sino de cancherismo literario; en Martini, por último, hasta me resultaba gracioso cómo Minelli, su álter ego de cabecera, novela tras novela recibía los homenajes casuales y en circunstancias azarosas de los labios de atractivas damas que no ejecutaban precisamente instrumentos autóctonos del Altiplano (Lilia Lemoine dixit).

Ahora bien, tras hacer esa mención, esa enumeración, advertí que esa escueta lista de escritores era un recuento de difuntos, por lo que al hacerla me había librado de cualquier réplica del interesado directo. ¿Lo mío había sido avieso, humorístico, o un ejercicio de cobardía? Obre esto a modo de expiación, aunque no creo que el pecado se purgue si no existe el infierno. Lo que sí es cierto es que mi crítica era una manifestación de gustos personales tanto como una supuesta posición de ética literaria, que si tengo espacio alcanzaré a desmenuzar.

La novela de ayer, hoy y siempre, está lejos de cualquier pretensión de pureza literaria; lo que más tienta de ella (al menos a mí) es que se propone como una máquina que prolifera exhibiendo su déficit de forma; de hecho, su gloria es que aumenta de tamaño (y podría seguir así hasta el infinito) porque cada capítulo, cada párrafo y cada palabra “emparcha” lo que les falta al capítulo, párrafo y palabra anteriores, y en esa progresión se pierde de su objetivo original, aunque desde luego lo incluye. Ahora bien ahora bien. Dicho esto, ¿por qué me permití yo señalar como un defecto el impulso de estos tres tigres, el impulso en definitiva trémulo y conmovedor, de instalar en la efímera eternidad del papel una imagen conveniente de su propia persona? ¡Si acabo de decir que el novelista es aquel que puede hacer lo que se le dé la gana, que el propio arte bizarro de la novela se lo exige! Tal vez porque toda tentación alienta en su núcleo la nostalgia por el exceso opuesto, y entonces a veces sueño con libros perfectos (como un círculo o un berrueco) donde el autor, despojado de sí mismo, de toda idea sobre sí y de su propio pensamiento y gustos, se entrega, se sacrifica a su objeto narrativo, se pierde extático en la ajenidad completa, en los planetas de otras estratósferas. Ahora bien ahora bien ahora bien. Entre el error y el extravío también está el acierto.

El otro día fui al teatro Regio a ver una versión de El entenado, dirigida por Irina Alonso. Es un trabajo impresionante donde la interpretación y la adaptación luchan a brazo partido con un texto extraordinario. De Saer, a ciencia cierta.

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