‘EL DESDéN DE LOS DIOSES’: EL NUEVO LIBRO DE ALEJANDRO GAVIRIA

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‘El desdén de los dioses’: el nuevo libro de Alejandro Gaviria

En su nueva publicación, el escritor y exministro reflexiona sobre temas como el cambio climático, la inteligencia artificial o los extremos ideológicos. Fragmento.

Alejandro Gaviria

Las historias reunidas en este libro, escritas durante los últimos años, muestran algunas de las contradicciones y paradojas de este tiempo, especulan sobre nuestro futuro incierto, juntan ideas y memorias e intentan una suerte de parodia de las distopías y las fábulas apocalípticas tan propias de la época.

Este libro es un libro de ficción en un sentido restrictivo. Algunas de las historias (no quiero llamarlas cuentos) son ensayos ficcionalizados. La ficción ofrece un poco más grados de libertad, más flexibilidad a la hora de plantear ciertos dilemas éticos y disyuntivas trágicas. Facilita también la parodia, la ironía y la especulación. En última instancia, este libro intenta explorar de manera diversa el fatalismo actual.

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Estas historias enfatizan dos asuntos: las consecuencias morales de la crisis climática y el cambio tecnológico. Todas son breves. Atisbos de un futuro inquietante y de un estado de ánimo apocalíptico. En conjunto, ponen de presente una tensión entre los desafíos de la actualidad y nuestras reservas colectivas, lo que podríamos llamar nuestro acervo cultural o biológico.

Hay, en la mayoría de las historias, un sentido de abandono, de soledad existencial, como si los dioses ya se hubieran desentendido de la suerte de los seres humanos o como si miraran, entre indiferentes y risueños, el resultado más o menos previsible de nuestras tendencias autodestructivas, de las consecuencias obvias de habernos dado al mismo tiempo el ingenio y la voracidad. El desdén de los dioses aparece aquí y allá en este libro como una presencia ominosa y trágica al mismo tiempo.

De solo una cosa me he cuidado: de la fábula. Estas historias renuncian a las prescripciones más obvias, a la tentación normativa, al señalamiento facilista, al dedo acusador, a la misantropía. Condenan y redimen al mismo tiempo. Posponen los juicios y las acusaciones. Mezclan la memoria y el futurismo de manera caprichosa. Y revelan tal vez una visión particular (trágica y resignada, digamos) de la vida y la aventura humana.

Las huellas en la luna

Salí a caminar con Voltaire al final de la tarde de un domingo lluvioso, la luna llena despuntaba en el horizonte. La luna que marca los meses y le da sentido al paso del tiempo. La luna que siempre nos sorprende. La luna que pisamos hace ya décadas en un momento nostálgico de celebración antropocéntrica.

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La tecnología de resucitación se había convertido en un lugar común, en una aplicación estándar de la inteligencia artificial que estaba confundiéndolo todo. Ya nadie sabía en internet qué había sido escrito por humanos y qué por máquinas. Vivíamos en medio de una yuxtaposición infinita entre realidad y alucinación. El nombre de Voltaire surgió después de una petición firmada por miles de estudiantes de Derecho (los de Filosofía estaban infatuados desde hacía décadas con otros nombres, con pensadores del terrible siglo XX).

Todo había comenzado unos años atrás cuando una científica alemana entrenó uno de los modelos generativos (creó un modelo extensivo de lenguaje) de un famoso filósofo estadounidense. Después de ajustar y calibrar el modelo por medio del método de eficiencia de parámetros, su creadora formuló una serie de preguntas puntuales tanto al filósofo en cuestión como a la máquina entrenada para simularlo. Un grupo de expertos no fue capaz de distinguir quién había escrito qué. Publicados los resultados del estudio, el implicado protestó inútilmente. Sus colegas, resignados ante lo evidente, enunciaron una conclusión lógica: la humanidad había encontrado la posibilidad de resucitar a sus grandes pensadores. Meses después, con el advenimiento de nuevos modelos de inteligencia artificial multimodales y cuánticos, capaces de ver, oír y hablar, la tecnología de resucitación se hizo posible. Los agentes autónomos pasaron de ser zombis a ser humanos renacidos e inmortales en una sociedad sintética y circular.

Ya las conversaciones con filósofos y pensadores se habían vuelto rutinarias: una forma distinta de adquirir conocimiento o conocer las ideas del pasado. Para bien o para mal, ya casi no se leía, la mayoría prefería conversar con máquinas sabias y pacientes. Yo había ya regalado buena parte de mi biblioteca, había sucumbido a estas nuevas tecnologías.

—¿Y qué son esos vehículos que viajan a toda velocidad, esos carruajes metálicos sin caballos?

—Son automóviles, llevan más de cien años haciendo estragos, representaron inicialmente la libertad, pero son ahora un símbolo del estancamiento, pueden viajar a trescientos kilómetros por hora, pero viajan a menos de diez, son la metáfora más elocuente de las trampas de la genialidad humana.

—Quisiera subirme en uno de ellos y experimentar la parálisis en medio de la potencialidad, la quietud de un motor poderoso cancelado por otros como él. Debe ser una sensación interesante, como quien sostiene a un caballo brioso. ¿Cómo se mueven?, ¿de dónde toman su energía?

—Del petróleo, un líquido viscoso, un depósito de la energía solar de millones de años, un fósil de algas comprimidas que mueve un mecanismo de pistones.

—Una maravilla, los seres humanos desenterraron el sol y lo dieron de alimento a sus máquinas.

—Parece poético, pero la eficacia de esos procesos, nuestra imaginación sin límites, nuestra capacidad para entender los mecanismos de la naturaleza y potenciarlos nos está aniquilando. Hemos destruido el planeta, extinguido a miles de especies, creadas todas, en cada espacio, en cada momento, por el algoritmo darwiniano, por la adaptación local presionada por la selección natural.

—No entiendo nada. Pero si el ser humano termina suicidándose por cuenta de sus deseos infinitos, solo estará reproduciendo una ley natural. El ser humano sería entonces un torbellino, un huracán que genera el propio combustible que lo alimenta. Tal vez la humanidad sea una especie de paso, destinada para un instante, para aparecer y desaparecer como un fuego artificial, una aberración, una muestra del poder de la naturaleza para crear cosas extrañas e instantáneas. Pido indulgencia por mis devaneos. Recuerde que soy un niño en una tierra desconocida que no distingue nada de lo que ve. Deslumbrado y curioso. ¿Quién es ese Darwin? ¿Qué escribió?

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—Un inglés muy particular, usted lo admiraría, tolerante, ajeno a las pasiones políticas que envenenan el alma. Se dedicó a observar con paciencia a las aves, los escarabajos y las lombrices que se arrastran en el fango. Así descubrió, con método y paciencia, el mecanismo de la vida, la selección natural que nos emparenta con los micos y nos recuerda nuestra íntima relación con todo lo viviente.

—Todo se me escapa. No entiendo lo que dice. Fui condenado dos veces. Primero a nacer y ser hijo de mi tiempo. Ahora a resucitar y habitar otro tiempo. Soy una criatura de zoológico. Un ser humano que creyó entender su tiempo y fue revivido en otro del que no entiende nada. Lo único que parece no haber cambiado es la luna, desentendida de la humanidad y sus designios.

—En la luna también estuvimos, llevados por un cohete que venció la ley de la gravedad, propulsado por ese líquido mágico que ha sido también nuestra perdición, ese líquido que anima lo inanimado y envenena el mundo. Dejamos unas cuantas huellas. También dejamos en su superficie inerte un automóvil, similar a los que vimos hace un rato. Las huellas van a durar más que la humanidad, son nuestro monumento más perdurable. En un millón de años habrá pocos vestigios de nuestra presencia en este planeta. Seguirán las huellas en la luna. El fósil que creamos para celebrarnos a nosotros mismos, una especie que creó su propio fósil, una cosa extraña.

— Esos discursos autocelebratorios parecen discursos de despedida. Ya entiendo para qué estoy aquí. La humanidad decidió resucitarnos para consolarse o para acusarnos. Esto parece un juicio. Y el castigo no es la pena de muerte, sino la vida. Este mundo, un teatro del orgullo y el error, decidió planear su final de la manera más teatral posible, trayendo a la vida a los pensadores que lo forjaron. Dejen a sus muertos tranquilos.

ALEJANDRO GAVIRIA

De su libro 'El desdén de los dioses', presagios de un mundo apocalíptico

Editorial Debate

Alejandro Gaviria

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