“BLUEY’ ES UN CABALLO DE TROYA”: DENTRO DEL úLTIMO GRAN FENóMENO DE LA ANIMACIóN INFANTIL

Si tiene hijos en edad preescolar, es muy probable que en los últimos días haya vivido con expectación, casi angustia, el futuro de una familia de perros ganaderos australianos de dibujos. Y si no tiene hijos, es posible que también. Bluey es un fenómeno que rompe récords. Según Bloomberg, el 29% de todas las visualizaciones de contenido en Disney+ en el cuarto trimestre de 2023 fueron para Bluey (excluyendo las películas). El año pasado, fue la segunda serie más vista de todo el streaming en Estados Unidos. Se calcula que la franquicia, que incluye videojuegos, aplicaciones, libros, álbumes de música, experiencias inmersivas, espectáculos teatrales (como el que recorrerá 11 ciudades españolas) y productos de todo tipo, está valorada en 2.000 millones de dólares. Este domingo estrenó un especial, El cartel, de 28 minutos de duración (frente a los ocho minutos de sus historias habituales), con el que la serie se atrevía con otro de sus habituales tirabuzones, esos que han hecho que entre sus seguidores haya tanto público infantil como adulto. El argumento de este incluía una boda y una posible mudanza. De ahí la angustia.

Bluey arrancó en 2018. Joe Brumm, su creador, había trabajado en series infantiles de animación durante una década en Reino Unido, y al regresar a su Australia natal ideó una especie de Peppa Pig a la australiana. Padre de dos hijas, decidió mostrar una versión idealizada de su familia, y de ahí nacieron la perrita Bluey, su hermana menor Bingo y los padres, Bandit y Chilli, cuatro perros antropomórficos que, con sus vivencias, ensalzan el enorme valor de la familia y de jugar.

Detrás de Bluey está el australiano Ludo Studio, cofundado por Charlie Aspinwall y Daley Pearson y que se creó específicamente para poner en marcha esta serie de animación. Como cuenta Pearson en una entrevista por videollamada desde Brisbane, donde está la sede de la compañía, entre 50 y 60 personas trabajan para desarrollar la serie, que se ha convertido en orgullo nacional por la visibilidad que ha dado a Australia en todo el mundo. “Para muchos fue el primer trabajo que tenían tras salir de la Universidad. Cuando empezamos Bluey no es que no nos preguntáramos si podríamos hacer una buena serie, es que nos preguntábamos si podríamos hacer siquiera un episodio. Fue un tiempo angustioso”, recordaba Pearson el pasado miércoles. Para sacar adelante los más de 150 episodios que componen las tres temporadas de la serie, el equipo se divide en cuatro grupos que trabajan en paralelo. El cartel es la primera vez en que todo el estudio ha trabajado de forma conjunta en el mismo episodio.

Desde su estreno, se convirtió en un éxito en la televisión pública australiana ABC al que se sumó poco después BBC Studios. Más tarde entró en la ecuación Disney, que a través de Disney Channel y Disney+ ha llevado la serie a más de 60 países y la ha convertido en el éxito internacional que es hoy. “Al final, Bluey trata sobre la familia. A pesar de los acentos, de su localización, de ser muy, muy australiana, en su corazón está la familia. Todos sabemos lo que es ser parte de una familia, es algo de lo que no puedes escapar, naces ahí”, reflexiona Pearson.

En sus breves capítulos, el espectador puede encontrar de todo. Quizá esa sea la clave de que haya enganchado tanto al público preescolar como a sus padres o incluso a adultos sin niños cerca. Un ejemplo en su último episodio: “¿Por qué los cuentos siempre tienen un final feliz?”, pregunta Bluey en clase. “Supongo que porque la vida ya nos da muchos finales tristes”, reflexiona su profesora. Entre aventuras más o menos clásicas se cuelan de vez en cuando episodios casi psicodélicos sobre sueños, reflexiones sobre la depresión, la infertilidad, la presión que sienten los padres o incluso un juicio en torno a una posible flatulencia. “Empezamos con historias muy sencillas, y a medida que hemos ido creciendo y la audiencia también ha crecido, hemos querido arriesgar más. Sentimos que nuestro público iría con nosotros a lugares donde las series para niños no habían ido aún. Bluey fue siempre un caballo de Troya: bajo el disfraz de una serie para niños se ocultaba en realidad una serie para padres y niños”, cuenta Pearson.

Entonces surgieron episodios más “experimentales”, como los describe el productor. Entre ellos, El cartel, de duración extralarga para los estándares de la serie. “Muy al principio, empezamos a hablar de que nos gustaría hacer tres temporadas y una película. Lo planteábamos como un sueño”. Cuando se anunció que la tercera entrega concluiría con un especial, surgieron las dudas: ¿podría significar eso que se acercaba el final de la serie? “Definitivamente, habrá más Bluey”, aclara el productor, para despejar dudas.

¿Por qué, con sus colores pastel y su animación en 2D, Bluey destaca entre el resto de series de animación actuales? Para Pearson, la clave está en la gente que la hace. Casualmente, tanto Brumm como Aspinwall y David McCormack, que pone la voz al padre, Bandit, son padres de dos niñas. “Quienes hacen la serie están viviendo la serie. Diría que es una serie de autor. No es una invención, está llena de material muy real”, cuenta. Tampoco oculta que hay un poco de idealismo detrás de su representación de la paternidad, especialmente en la figura del padre, compañero habitual de juegos de sus hijas. “En realidad, solo estamos viendo siete minutos de sus días, los siete mejores minutos”, ríe Pearson cuando se le pregunta por esa paternidad idealizada. “Bandit y Chilli están escritos como personajes aspiracionales. Nadie es como ellos. Es la mejor versión de nosotros, pero son un sueño. En El cartel, por ejemplo, se les ve pasar por altos y bajos”.

En palabras del cofundador del estudio de animación, el éxito internacional no ha cambiado a Bluey. “Si acaso, ha aumentado la conciencia de la responsabilidad que tenemos de crear las mejores historias y ha hecho que estemos mucho más ocupados. Llevamos una vida casi monacal de dedicación a la serie”. Y cuenta una anécdota: “Recuerdo que la primera crítica que vi fue en The New York Times. Decía algo así como ‘esta serie situada en una isla tropical…’. Hablaban como si Australia fuera un lugar de fantasía, como si Brisbane y Australia no existieran”, ríe.

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